Caos de tráfico en una calle neoyorkina, precisamente donde se encuentra la estación Van Wagner del Metro
Para empezar el viaje, no estaba nada mal hacerlo por aquel que fue uno de los muchos puertos, si no el principal, de entrada migratoria desde Europa. Vi en Nueva York y su bulliciosa urbe, un sitio único. Presidida por la Libertad como baluarte, por sus imponentes rascacielos, y por su escandalosa agitación… que lleva a comprobar la razón del célebre ensayista Javier Gomá cuando habla del ser humano como único y repetible (en vez de único e irrepetible). En tan populosa ciudad, seres humanos había por doquier únicos, pero en definitiva repetibles y reemplazados siempre por más visitantes, más jóvenes que llegaban a probar fortuna, más buscadores de oro en el mercado bursátil, más comerciantes, más defensores de derechos, más predicadores… Únicos y repetibles. Estuve sólo unos días, en albergues “low cost” pues es lo que permite la economía de un estudiante, y ahorro citar las “delicatessen” que degusté.
De Nueva York a Chicago
Después de aquellas jornadas por Nueva York, el 4 de
junio tomé el tren Keystone que
circula entre New York - Philadelphia - Harrisburg. Y me apeé en
Philadelphia, ciudad desde la que se declaró la independencia de las 13
colonias un 4 de julio de 17 76 y donde se dictó dicha
declaración.
Sólo tuve en mente una
cosa: recorrer andando la distancia que existe entre la estación central y el Independence Hall, para verlo, admirarlo, sobrecogerme y marchar corriendo a la estación
pues ese mismo día debía tomar otro tren que me conduciría a Washington DC.
Estación central de Filadelfia
Washington ostenta la capitalidad de la nación desde
finales del s. XVIII y alberga verdaderas joyas a orillas del río Potomac.
Desde el Smithsonian, pasando por museos y
monumentos en memoria de la shoah, los ex presidentes con mayor renombre como
Jefferson, Lincoln, Washington o los centros de documentación y archivística
hasta la biblioteca del Congreso… fueron tres días de constante trajín.
Cuadro titulado "Ferrocarril minero" en el Smithsonian American Art Museum de Washington DC
Sin ningún ápice de
dudas, si tuviera que resaltar un momento entre todos los demás de mi visita a
los Estados Unidos, sería la tarde en la cual anduve por el cementerio de
Arlington. Lo recuerdo con meridiana claridad, era un día gris, ceniciento,
plomizo y lluvioso. No hacía frío, pero sí flotaba en la atmosfera una
sensación de tristeza. El cementerio era monótono, como todos los demás,
cientos de cruces dispuestas en hileras y con multitud de vidas sepultadas bajo
ellas. Mi recogimiento obedecía no sólo al lugar sino también al libro de Pedersen que meses antes había
leído, con fragmentos de los más
renombrados discursos de Kennedy a las futuras generaciones. (Pedersen, W. El
legado de Kennedy. Buenos Aires, 1964).
Allí estuve frente
a la llama eterna que reposa en su tumba, pisando las palabras escritas en losas que
devolvían su eco a un joven que estudiaba Historia, para entender mejor a los
hombres en su ayer, enmendar el hoy y mejorar el mañana. Así fue como la lluvia
discurrió entre las lápidas y mis ojos se llenaron de lágrimas por las vidas
desperdiciadas en multitud de conflictos, desde la propia guerra de Secesión,
pasando por las dos guerras mundiales y terminando en Irak o Afganistán.
Estación central de Washington DC
En fin, fueron días de solaz y sosiega armonía que
pronto tocaron a su fin. El día 6 de junio por la tarde, coincidiendo en
Europa con las elecciones al Parlamento Europeo, marché a la Estación Central
de Washington dispuesto a proseguir la ruta y acercarme a la ciudad de los
vientos, Chicago, que en su bonita esbeltez a orillas del lago Michigan da una
falsa sensación de reposo, que para nada tiene que ver con la realidad. Llegué
allí en el Capitol Limited que cubre la ruta Washington
DC - Pittsburgh - Cleveland – Chicago, Se trata de un tren de doble altura,
bastante incomodo para pernoctar y muy ruidoso. Recorrió en una sola noche todo
el trecho entre las dos distinguidas urbes, y amanecí en el estado de
Illinois. La verdad es que fue mi primer trayecto nocturno en Estados Unidos. No
pude dormir pues los asientos eran muy incómodos.
Una vez descansado
del tormento ferroviario nocturno me
encaminé al centro de Chicago. Era bastante tarde, y pospuse mi visita a los
museos de la ciudad y de la biblioteca para el día siguiente. Fue una
casualidad coincidir con las puertas abiertas de dos instituciones
culturales. Tanto el Planetario como el Museo de Ciencias Naturales estaban
abiertos gratuitamente. No opté por entrar a la galería de arte, que visitaría
a mi vuelta coincidiendo con el único día gratuito del mes.
De Chicago a Los Ángeles
El 8 de junio, salí
con destino a Williams Junction en el Southwest Chief que cubre la ruta entre Chicago - Albuquerque - Los Angeles, en 33 horas y 30 minutos y te deja a una
distancia muy corta del Parque Nacional del Cañón del Colorado. Puedo afirmar
rotundamente, con la perspectiva de un europeo acostumbrado a tomar
el ferrocarril, que el caos es total al acceder al tren, puesto que no tienes un billete con asiento previamente asignado. Te asignan tu asiento una vez subido al tren y a su vez desconoces si el horario de llegada
se va a cumplir. Los trenes de mercancías en Estados Unidos tienen
preferencia, con lo cual puedes quedarte en medio de la nada, esperando,
esperando, esperando… y ver pasar tres trenes mercantes para después continuar viaje.
Por eso es escasa la gente dispuesta a tomar el tren en largas distancias, con
trayectos de hasta 48 horas. En esos viajes la gente se socializa, en el coche se comienza
a charlar, a amenizarse el ambiente los unos con los otros y hay un compartir
de experiencias francamente saludable. Cuando les comentaba de dónde venía y a dónde iba, me miraban asombrados porque en una nación con más de 300
millones de habitantes, lo que menos piensan es en tomar el tren para esos trayectos. Antes está el avión, el coche, hasta el bus… pero el tren es
lo último por lo incómodo y lo impuntuales que pueden llegar a ser.
El viaje me mostró
multitud de caras, de paisajes, de historias. Ahí fui observando el espíritu
americano de gente sencilla con preocupaciones sobre su país, y si no es gracias al tren, en un sencillo vuelo de costa a costa no
podríamos conocer tanto por más que quisiéramos.
Estación ferroviaria de Albuquerque (Nuevo México)
El viaje
transcurrió por Estados como Kansas, Colorado, Nuevo México, Arizona. Llegamos con retraso, pero allí
estaba el bus que conectaba la estación de Williams Junction (un pedestal en
medio de un bosque), con el pueblo de Williams. Su conductor era un hombre de
mediana edad que le tocaba esperar noche tras noche al tren de
las 21:30 pero que si se
retrasaba debía aguardar a que el tren llegase pues era la única forma de
conectar la estación con el pueblo. Fui directamente a un barato hotel para
pernoctar y a la mañana siguiente tomé el tren turístico que conectaba el
pueblo de Williams con el Cañón del Colorado. Ese tren no estaba incluido en el
USA Rail Pass. Costaba el billete de ida y vuelta 80 dólares y amenizaban el trayecto
de una hora con espectáculos a bordo de los coches.
Las locomotoras del tren del Gran Cañón fotografiadas en una curva desde el coche donde viajaba, trepando hacia Grand Canyon Depot
El día
allí se pasó en un suspiro, volví a eso de las 17:00 pm en el mismo tren a Williams y desde allí esperé
al bus que me dejaría en Williams Junction a las 21:30 para tomar nuevamente el Southwest Chief que
nos trasladaría en una noche a Los Ángeles.
El tren se retrasó
en llegar y mientras veías pasar un incesante número de trenes mercantes que, con 7 u 8 locomotoras tractoras en cabeza y cola, arrastraban incontables vagones. Los
raíles bailaban y echaban chispas ante la vibrante velocidad de los
mercantes.
No he hablado hasta ahora de las comidas a bordo, porque para un viajero con posibles el restaurante
del tren era una opción atractiva. El chef pasaba antes de las comidas
preguntando a los viajeros qué turno preferían para degustar las ricas viandas.
Pero para mí, un viajero con poca liquidez, se me hacía todo un lujo. Y había
de resolverlo racionando bocadillos que compraba en los supermercados próximos
a las estaciones. Fueron tan largas las jornadas ferroviarias que hasta se me
llegó a avinagrar la mayonesa de un bocadillo.
A estas alturas de
la historia, sobra decir que ya dormir en los trenes se me antojaba un lujo.
Con el cansancio que arrastraba de las largas caminatas diurnas, no había
momentos suficientes para reposar la vista. La mañana del 11 de junio amanecí
en la costa californiana, y tenía ante mí 10 días para disfrutar del atractivo Estado del Oeste que tan afamado es. En dos días visité los más importantes
lugares y museos de Los Ángeles, paseé por sus calles, entré en los estudios
cinematográficos, y hasta me atreví a pasear por Rodeo Drive.
De Los Ángeles a Seatle
El 13 de junio
tenía que marchar a Petaluma, una pequeña ciudad al norte de California donde
me esperaba un familiar con el que vería en coche otras zonas del Estado. Para
llegar allí había que esperar hasta las 4 de la mañana a la salida de un bus
que nos conectara con Bakersfield. En la eterna espera dentro de la Estación Central de Los Ángeles pude ver cómo rodaban una serie, pues el edificio es un excelente escenario para muchas películas de Hollywood. Cerraban la
estación a media noche, y nos permitían aguardar dentro a aquellos que
tomáramos el bus de las 4 de la mañana, sincronizado éste con un tren que salía
rumbo a Modesto.
Sala de espera de la estación de Los Ángeles
El viaje en bus y
en tren resultó muy pesado, las agotadoras horas de la noche se hacían eternas.
Pero desde la distancia con la que ahora escribo, me resulta grato recordarlo
porque a base de esos “duros” momentos, podía luego apreciar mejor los buenos
momentos.
Mi primo esperaba puntualmente al pie del apeadero cuando el tren llegó con
cierto retraso. Fuimos a desayunar y me alojó con una gran hospitalidad en su
casa. En eso he de reconocer que los americanos son francamente acogedores, dada
su forma sencilla a la par que educada de recibir a los visitantes. Eso reconforta después de tantas millas en solitario. Quieren que te sientas
como en tu casa. A lo largo de tres días visitamos juntos el Sequoia National
Park, Yosemite National Park, Columbia, un casino indio… y luego marchamos a
San Francisco para estar con su hija, mi prima Florence, a la que quiero rendir
un sencillo homenaje desde aquí porque recientemente ha fallecido a causa de un
cáncer de garganta, espléndida enfermera que con su trabajo anónimo construía
cada día un mundo mejor.
El autor de este relato parece un "pitufo" junto al tronco de una sequoia milenaria del Sequoia National Park
Con ella y sus
dos hijos visite la bahía de San Francisco, la prisión de Alcatraz, el Museo de Ciencias Naturales, los jardines japoneses… Los días pasaban corriendo y el
21 tocaba proseguir el viaje. Junto a mi primo recorrimos en
coche la distancia que existe entre la Alta California y el Estado de
Washington. Quería visitar a unos amigos que tenía en las cercanías de Seattle,
y hasta allí nos dirigimos. Pasamos por valles y montañas, cultivadas y salvajes,
veíamos coches incesantes en una autovía que nos conducía más y más al norte.
Estampas de San Francisco: el tranvía, una de las empinadas calles con la isla de Alcatraz al fondo y el "Golden Gate" desde la bahía
Los amigos nos acogieron con el trato más exquisito que se pueda imaginar. Tuvimos una tarde
apacible paseando por los bosques del condado que rodean la urbanización donde viven.
Pero sencillamente el mes se estaba consumiendo como la pólvora, y el camino
debía reanudarlo de nuevo. Necesitaba llegar a Seattle y tomar el tren a
Chicago, así que la tarde del 23 de junio me llevaron a la estación de Tacoma,
un apeadero al lado de un gran lago, desde el que me despedí de mi primo y sus
amigos. Sin duda, fue un momento muy emotivo.
Puntualmente
el Amtrak Cascades que cubre la ruta
entre Vancouver BC - Seattle - Tacoma - Portland - Salem – Eugene y está
diseñado por Talgo, entró en la estación a las 14:00. Monté en el tren con una fuerte presión en el
pecho, anduve por el vagón hasta encontrar mi asiento y miré por la ventanilla.
Allí estaban mis amigos despidiéndose,
agitaban la mano sueltamente cuando el tren se puso en movimiento y sonreían.
Sabían que más tarde o más temprano volvería allí, a ese rincón de Estados
Unidos que tiene una belleza singular por sus parajes y cercanía al mar. En
todo eso pensaba mientras el tren se alejaba de Tacoma.
Tren Talgo Amtrak Cascades
Aún hoy recuerdo
ese trayecto en el tren de construcción española que circula por EEUU. Un viaje
tranquilo y apacible en el que me hacía sentir como en casa por los suaves
sonidos que imprimen los trenes Talgo al
tomar una curva, por ejemplo. Los paisajes que se veían desde la ventanilla, también
eran algo admirable, pues serpenteaba el tren por lagos y ríos que
desembocan allí en el Pacífico y se ceñía sobre sus márgenes. El Talgo Amtrak Cascades transportó en 2012 a 845.099 viajeros, la segunda mayor cifra después de 2011 (847.709 viajeros).